Herman Hesse

Uno de mis autores favoritos, escribe este poema que más que ser un autorretrato, es una mirada a lo que implica para alguien apasionado y que está consciente de su existencia propia, construir algo que intente representar lo que él mismo cree que es. 

No es fácil mirarse a uno mismo, no es fácil saber de qué estamos construidos (constituidos diría más acorde al objeto de este blog) y no es fácil aceptar lo que somos. 

El autorretrato - Herman Hesse 

Muchos, muchísimos rostros veía tras el rostro de Klingsor en el gran espejo, entre los estúpidos zarcillos de rosas, muchos rostros pintaba en su cuadro: rostros de niño, dulces y asombrados, sienes de adolescente, llenos de ensueño y de ardor, ojos burlones de borracho, los labios de un sediento, de un perseguido, de un hombre que sufre y busca, de un libertino, de un enfant perdu. Pero la cabeza la hizo majestuosa y brutal, una divinidad de la selva, un Jehová celoso, enamorado de él mismo, un espantajo ante el cual se sacrificaban primogénitos y doncellas. Esos eran algunos de sus rostros. Otro era el del hombre ya en declive, del que marcha a su ocaso, el rostro del que acepta su caída: musgo en el cráneo, viejos dientes torcidos, piel ajada y surcada de grietas, y las grietas, llenas de costras y moho. Y esto precisamente es lo que algunos amigos prefieren del cuadro. Dicen: es el Hombre, ecce homo, el cansado, ávido, salvaje, infantil y astuto hombre del final de nuestra época, el moribundo hombre europeo, el que quiere morir; acrisolado por cada uno de sus anhelos, enfermo de cada uno de sus vicios, entusiasmado por la convicción de su decadencia, preparado para todo progreso, maduro para cualquier retroceso, todo ardor y también todo fatiga, entregado al destino y al dolor, como el morfinómano al veneno, aislado, minado, vetusto, Fausto y Karamazov al mismo tiempo, animal y sabio, completamente despojado, sin ambiciones, desnudo, lleno de miedo infantil ante la muerte y de cansada disposición a morir.

Y en ese cuadro no solo pintó su rostro, o sus mil rostros, no solo pintó sus ojos y sus labios, el doloroso desfiladero de la boca, las rocas agrietadas de la frente, esas manos que parecían raíces, los dedos crispados, el sarcasmo de la razón, la muerte en los ojos. Con su original pincelada, abarrotada, concisa y crispada, pintó también su vida, su amor, su fe, su desesperación.


Estaba loco como lo está todo creador, pero en el delirio de la creación hacía, con la infalible lucidez de un sonámbulo, todo lo que su obra exigía. Creía ciegamente que en esa creuel lucha por terminar su retrato cumplía su sino y rendía cuentas no solo un individuo, sino lo humano, lo universal, lo necesario. Sintió que nuevamente tenía una mirsión que cumplir, un destino, y que todo el miedo y las ganas de escapar que había sentido, toda la embriaguez y el delirio, no habían sido otra cosa que temor y ganas de huir de esa misión. Ahora ya no había temor ni huida, solo avance, solo golpes y heridas, victoria y ocaso. Ganó y también perdió, sufrió y rió y salió adelante, mató y murió, parió y fue parido.

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